A 21 años del atentado contra la AMIA
Como en todas las otras áreas de la vida institucional, el Estado de Derecho argentino también es insolvente. Y al igual que en lo que se refiere al naufragio político, social y cultural del país y de sus mecanismos institucionales, el grotesco fracaso de la ley y el abandono de la justicia como valor es un cataclismo anunciado, en cámara lenta y colectivo. No queda nadie libre de culpa.
Veintiún años de injusticia construida con el esfuerzo riguroso y sistemático de todas las partes de nuestra clase política incompetente dan un fruto amargo que nos hemos acostumbrado a cosechar y degustar cada 18 de julio. Cada gobierno contó la historia de la AMIA como fracasos ajenos y promesas de justicia demorada. A 21 años de distancia, podemos decir que ya no es posible hacer justicia. Ya nadie es quien fue y, como mostró el caso Nisman, los implicados se multiplicaron para incluir a quienes han coludido con los asesinos, quienes han obstaculizado la investigación, quienes han auxiliado la falta de voluntad política y quienes han asistido e instigado la degradación de la independencia de la justicia.
Pero nada nos libera del deber moral fundamental de buscar justicia. Más allá de la declamación, de la pompa, de la cara de circunstancia y de la indignación pública con que tanto nos gusta desfilar, el olvido de los saldos impagos de nuestra jurisprudencia muestra que somos una sociedad deshonesta que expresa valores que no tiene realmente.
Así es como los muertos de la AMIA se han vuelto poco más que elementos del paisaje político nacional. La historia es triste pero de alguna manera también es superficial. Con el tiempo se volvió superficialmente razonable esperar encontrarse en la estela de la brutalidad inimputable que la Argentina produce en lapsos más o menos regulares, con pedazos dispersos del horror, y aceptarlos dócilmente.
Pasaron 21 años y ahí quedan todos los muertos de la AMIA inmóviles del otro lado de la historia argentina, que fue igual de atroz pero posiblemente algo menos injusta que la que heredamos de estas muertes. La Argentina de los después siempre es más fea, más perversa, menos creíble.
La justicia argentina y sus patrones políticos no tiene más derecho al beneficio de la duda. La justicia argentina, siempre incapaz de hacer justicia, nos ha condenado a ver aparecer, una vez más, los retratos de los que han desaparecido inexplicablemente marchando por el país pidiendo mudamente por justicia.
No es por ellos que tenemos un deber de justicia. La justicia que no perseguimos es la injusticia que somos. En nuestras historias públicas y privadas la ausencia y el silencio de los que se fueron habla cuando las luces se apagan y la música de fondo deja de sonar. Todos estos silencios, los pasados y los futuros, son gritos de justicia. Quizás el legado más importante de esas muertes de otro modo inútiles sea darnos una oportunidad más de buscar ser justos. Quizás un día podamos dejar de cargar con sus muchas ausencias.
Este artículo se publicó originalmente el 18/07/2015 en el diario Clarín